viernes, 20 de agosto de 2010

Capítulo 9


IX

El chico de al lado

El apoyo que mi madre recibió de Cristina fue clave para su recuperación y la relación entre ellas se hizo tan estrecha que nuestra vecina acabó convirtiéndose en una especie de tía. Por desgracia Jason no era para mí como un primo, quizás para Gael sí pero para mí fue y lo sigue siendo mi amor platónico.

No es de extrañar entonces que descendientes de la familia Sempere y Andersen pasáramos nuestra infancia juntos. Todas las tardes mi hermano y yo nos reuníamos con Gael en la cabaña que tenía en su jardín. Recuerdo tantos juegos, tantas risas, tantos enfados, tantas rodillas peladas, tantas gominolas escondidas… Aquellos fueron días felices. Y lo fueron porque los pasé a su lado.

Luego mi hermano se hizo demasiado mayor para seguir jugando a los ridículos juegos que yo inventaba. Tenía doce años y ya era un chico de instituto. Jason y yo aun estábamos en primaria y todavía disfrutábamos jugando pero a los diez años las relaciones entre chicos y chicas no eran sencillas. Si eres niño y te gusta una niña, le pegas y le haces la vida imposible; sin embargo, si eres niña, lo habitual es que le escribas una carta al niño que te gusta con tu mejor bolígrafo con olor a chocolate. Y cuando no había ningún tipo de interés hacia el sexo opuesto no se hacía absolutamente nada. Los niños iban por un lado y las niñas por otro. Y que no se te ocurriera romper esta regla sagrada porque corrías el riesgo de convertirte en el paria del colegio, no podías olvidar que debías lealtad a tu género. Así que Jason y yo poco a poco nos fuimos distanciando porque ni muerta le mandaba yo una carta de amor.  Si es que siempre he sido una niña adelantada a mi tiempo y aquella práctica epistolar me parecía una soberana gilipollez.

Privada de la compañía de Jason y obligada a estar rodeada de niñas repipis que se pasaban el día con sus muñecas jugando a buscarles el marido perfecto, acabé dejándome llevar por la desesperación y desarrollé el peor y más estúpido plan suicida: me corté el pelo con la esperanza de ser aceptada entre los chicos que jugaban a cosas más interesantes y contaban con la presencia de mi añorado Jason. Y esa es la historia de cómo me convertí en un paria escolar. Niños y niñas se hermanaron por una vez con único objetivo: llamarme marimacho. Y me quedé sola, sin pelo y sin Jason.

Gael, al que no se le escapaba ni una, buscó una manera de ayudarme. En el tema reinserción escolar solo pudo darme ánimos pero en el tema Jason acabó encontrando la mejor de las soluciones: me cambió la habitación. La que entonces era su habitación tenía una terraza que estaba justo en frente, a solo un par de metros, de la del cuarto de Jason. Además, como aquella habitación era más luminosa, pudimos poner la excusa de que me la cedía en beneficio de mi desarrollo como dibujante. Y para encubrir más aun los verdaderos motivos del intercambio, a Gael se le ocurrió la brillante idea de que le hiciera la cama durante un mes porque, según él, no era normal que un hermano derrochara tanta amabilidad sin recibir nada a cambio. Así que yo, más contenta que unas castañuelas, cumplí con mi tarea creyendo firmemente que mi hermano no se había ido de listo con la última parte del plan.

En fin, dejando a un lado la cuestión de que soy retrasada y una inocentona, retomemos la historia de Jason donde la habíamos dejado, en la terraza. Con aquel cambio conseguí estar más cerca de Jason. Casi todas las noches, antes de irnos a dormir, nos pasábamos horas hablando desde nuestros balcones. En aquel espacio nos encontrábamos en territorio internacional, lejos de la jurisdicción escolar y por lo tanto a salvo de sus consecuencias, a la espera de que en el instituto cambiaran las cosas.

Y lo hicieron. En el instituto ya no existía un conflicto armado entre niños y niñas porque ahora éramos chicos y chicas. Las hormonas empezaban a hacer su aparición y eso se dejaba ver en el cambio de actitud de ambos géneros. Pero hubo una cosa que no cambió, yo seguía siendo una marginada social. Jason, por su parte, empezó a ser cada día más popular. Era el chico más guapo, con diferencia, y aun encima un gran capitán del equipo de fútbol en el que conseguía múltiples victorias para nuestro instituto.

Estábamos separados por nuestra condición social, por nuestra pertenencia a distintos bandos, éramos como unos modernos Romeo y Julieta salvo en un importante aspecto, que mi Romeo no trepaba hasta mi balcón para declararme su amor. 



 


2 comentarios:

  1. Ya trepará por su blacón, ya =)
    ¡Un beso!

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  2. jajaja a ver... a ver qué pasa... xD Muchas gracias por leerme ^^
    Un besiño!!!

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